
No volvió por nostalgia. Volvió por convicción.
Porque, aunque el mundo le ofreció todos los lujos posibles, el corazón le pidió volver a donde todo empezó: a ese potrero detrás del Gigante de Arroyito, donde los sueños eran de barro, pero las gambetas eran de oro.

Ángel Di María regresa a Rosario. No a la selección, no con la camiseta celeste y blanca que defendió como un guerrero hasta lo imposible. Regresa al club de sus amores, al club que lo vio nacer, al club donde alguna vez recibió amenazas de muerte. Pero eso parece no importarle a alguien que añora sus raíces, que respira Rosario, que juega con Rosario en el alma.
El que una vez rompió la pared con Messi en Wembley y se quedó con la dorada más soñada por el pueblo argentino, ahora viene por la más difícil: la que se juega en casa, con los suyos, con los vecinos que lo vieron crecer y con los chicos que sueñan con ser como él.
No hay miedo. Solo pasión.
Porque para Ángel, el regreso no es un paso atrás, es un paso hacia adelante. Es volver a esos días en los que la pelota era su refugio, su bandera, su libertad. Es pararse de nuevo en su suelo, en su potrero, en la ciudad del Monumento a la Bandera, esa misma bandera que defendió a morir.

La historia no se repite. La historia se resignifica.
El Fideo no regresa para cerrar su carrera, sino para abrir un nuevo capítulo. Un capítulo en el que su zurda mágica no solo asistirá goles, sino que inspirará a toda una generación. Porque si alguna vez soñó con ser campeón del mundo, ahora sueña con devolverle a su gente algo de todo lo que le dio.
Rosario lo recibe como lo que es: un hijo pródigo.
Uno que no olvida, uno que regresa, uno que, pese a las sombras, siempre eligió la luz.
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